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No creo que exista nadie además de vos capaz de entender por qué se me eriza la piel, a pesar del frío, he de serme sincera y admitir que nada tiene que ver con eso. El cuerpo sabe, tiene memoria, si estoy triste me da frío, siempre. A lo mejor es un reflejo, como el cansancio de todos los días, debe ser por andar llevándo a cuestas esta inmadurez mental, esta incapacidad de entender lo que siento, lo que me pasa, pesa, pasa...
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Son casi las dos de la madrugada y no me puedo dormir, no quiero dormir, prefiero escuchar las gotas que de manera tan delicada expanden el silencio por el techo, lo hacen visible, sonoro, vulnerable... como yo, un poco como todos, vulnerable como yo en este momento, tan sola, tan de nadie, tan poco mía.
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Perderme me desestabiliza, me hace mal. No saber qué ha sido de mi desde aquel tiempo me causa terror, me contrae los párpados con fuerza. Y a lo mejor este corazón, que late discontinuo, siempre discontinuo, no sabe ya qué hacer conmigo, consigo mismo, con nosotros, con la ausencia de un yo con el mundo, con esa soledad que se me transparenta en las pupilas, y yo queriendo ocultarla, y vos mostrándomela de frente.
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No me da vergüenza, más bien todo lo contrario, me dan ganas de salir a la calle a gritar a viva voz que necesito de alguien, de algo, de mi. Revivir las pasiones, los actos de locura, la entrega a una causa, el momento esperado, revivir.
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Dar más pasos en falso y dejarme llevar, oír las gotas, dormir profundamente, que los errores no pesen tanto, tanto, tanto. Aguantar la respiración, o mirarte a los ojos, mirarme a los ojos, sonreirme, sonreirnos mutuamente y sabernos menos solas, menos tristes, menos incompletas, menos perfectas, más humanas.
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Y si, Antonio, tenías razón cuando decías que yo siempre andaba asomándome a los espejos.
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