En un recóndito rincón de una ciudad oscura, de un país turbulento ubicado al sur de un planeta, encerrado entre algunos paralelos y otros tantos meridianos; una mujer espera.
La mano derecha busca en el interior del bolsillo, tosca, lenta. Gira la piedra, iniciando el fuego, que prende el cigarrillo, que sostiene la mano izquierda a la altura de los labios; que se aprietan y succionan, los ojos se cierran.
La brasa del cigarrillo brilla en la oscuridad cerrada de aquel rincón del mundo, tan oscuro como el universo; y a ella la invade una tristeza tan profunda y helada como el fondo del océano.
La mujer decide, que es momento de cambiar algo... de salirse de la circunferencia del círculo vicioso del dolor; colocarse en el centro, o en los arrabales, pero salirse de ahí.
Abre los ojos, tratando de distinguir entre la oscuridad las formas, los relieves, las texturas. Trata de que la brisa, la atraviese y la disuelva, transformándola en una sustancia más leve que el mismísimo aire. Observa el paisaje, vacilante. Levanta la mano izquierda, y juega a tapar las luces de las ventanas con los dedos congelados. Sonríe, se alegra de estar finalmente en las alturas, después de haber vivido en las profundidades del sufrimiento.
En un recóndito rincón de una ciudad oscura, de un país turbulento ubicado al sur de un planeta, encerrado entre algunos paralelos y otros tantos meridianos; una madrugada de Septiembre, una mujer inclina la cabeza hacia atrás y salta al vacío.
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