Y es que tal vez, con mis palabras, le revolví una intimidad que él creía ya enterrada; una chispa de recuerdo que lo sorprendió con un incendio en plena madrugada ciega.
Y no pudo más que salir al balcón, encender un cigarrillo y bañarse con el rocío para calmar la sangre.
Regalarle a la noche una estelita de vapor, humedad condensada como el deseo hecho verbo en el recuerdo.
La taquicardia en singular y la curvatura de una boca roja; el perfume de la piel recién plantada, recién florecida, en el jardín que es el colchón de los amantes.